En la presidencia de Santos, Colombia ha dejado de ser el país aislado de América Latina y ahora quiere convertirse en un peso pesado del hemisferio.
El presidente Juan Manuel Santos llegó a Madrid, el domingo de la semana pasada, con las manos llenas. Ni en los medios de comunicación ni en las cancillerías de los países que iba a visitar -España y Alemania- había pasado inadvertida su reunión con Hugo Chávez, en vísperas de su viaje al Viejo Continente, que se caracterizó por un tono cordial y por el evidente interés de los dos mandatarios de enviar señales creíbles sobre la normalización de las relaciones bilaterales.
Más llamativo aún, para quienes les ponen el ojo a las relaciones internacionales, fue la presencia del presidente de Honduras, Porfirio Lobo, en la casa de huéspedes ilustres, sentado con Hugo Chávez. El mandatario venezolano ha sido el crítico más feroz del golpe de Estado contra Manuel Zelaya, y el que más resistencia le ha puesto a aceptar la elección de Lobo y al reingreso de Honduras a la OEA. El estrechón de manos y la foto conjunta de Lobo y Chávez se esperaban con ansiedad en la mayoría de las cancillerías del continente, pero se consideraban poco menos que imposibles. Y se produjeron gracias a la mediación de Juan Manuel Santos.
Dos días antes, el presidente Santos había logrado otra jugada diplomática a tres bandas: fue recibido en la Casa Blanca por Barack Obama, quien por primera vez se comprometió a presentar el TLC al Congreso, un gesto cuya importancia no radicó en el desbloqueo de un impasse largo e inexplicable de cinco años, sino en que se produjo justo en momentos en que el gobierno colombiano anunciaba que extraditaría a Caracas al narcotraficante Walid Makled, pedido a la vez por Venezuela y por Estados Unidos. En medio de comentarios que pronosticaban una crisis bilateral con Washington, Santos logró, al mismo tiempo, reunirse en menos de 72 horas con Obama y con Chávez, apoyo de la Casa Blanca al TLC, extradición de Makled a Venezuela y la firma de 16 acuerdos con el vecino país, incluido uno para la lucha contra el narcotráfico.
Un editorial de El Espectador catalogó estos días como una "semana histórica para la diplomacia". El miércoles 6, Colombia había liderado una novedosa reunión del Consejo de Seguridad de la ONU -presidida, en forma poco usual, por Santos- para buscar apoyo y solidaridad con Haití. En la reunión, que normalmente es realizada por los embajadores de los 15 países miembros ante la ONU, estuvieron presentes siete cancilleres, y los invitados especiales incluyeron al presidente de Haití, René Préval, y a Bill Clinton. Que Colombia promueva la ayuda para el país más pobre del continente, destruido por el terremoto de enero de 2010 y afectado por una profunda crisis institucional, tiene sentido en sí mismo por la justicia de la causa. Pero también tiene un sentido político y estratégico: envía una señal positiva de responsabilidad con un vecino del Caribe, zona de la que Colombia ha estado muy ausente a pesar de que es su proyección geográfica. Desde una perspectiva más latinoamericana, la solidaridad con Haití también tiene un valor: la región está golpeada por un profundo enfrentamiento ideológico, en el que no hay consensos, y el asunto de Haití es tal vez el único en el que puede coincidir el continente, con Obama y Chávez incluidos. Haber llevado la crisis haitiana al Consejo fue una movida hábil y taquillera.
Y ya van varias jugadas a tres bandas. Lograr la elección de la excanciller María Emma Mejía a la Secretaría General de Unasur -cargo al que aspiraba el excanciller venezolano Alí Rodríguez- también fue una maniobra de alta política. Cruzarse a la aspiración de Chávez habría podido abrirle grietas a la incipiente reconciliación colombo-venezolana. Pero con una cuidadosa filigrana diplomática tejida por la canciller María Ángela Holguín, en la recta final María Emma Mejía y Rodríguez se dividieron el periodo de dos años, con uno para cada cual. Unasur había servido de ring en los últimos años para el pugilato verbal entre Uribe y Chávez, y ahora puede convertirse en un escenario adicional de acercamiento. Resulta algo irónico que Colombia esté hoy liderando Unasur cuando hace dos años era el blanco de la artillería diplomática de los países de la región luego del acuerdo de las bases gringas firmadas por el entonces ministro de Defensa, Juan Manuel Santos.
En solo ocho meses, Santos y su canciller le han dado un giro a la política exterior y este alto perfil pretende sin lugar a dudas un proyecto de liderazgo regional. Hoy día Colombia preside el Consejo de Seguridad de la ONU, la excanciller Mejía encabeza Unasur y la próxima cumbre de las Américas se llevará a cabo en Cartagena, a principios del año que viene. La Cancillería ha intensificado esfuerzos para ingresar a la OECD -el "club de buenas prácticas" de los países más desarrollados- y al APEC, principal foro del Asia-Pacífico.
La mayor visibilidad internacional de Colombia también se refuerza por el contraste con el deterioro que se ha producido en la región. En los Andes, una zona asociada con inestabilidad, el país brilla por sus diferencias con los vecinos. El dinero y la diplomacia vuelan hacia los destinos en los que perciben que hay fortaleza institucional y cumplimiento de las reglas del juego, y en esas materias Colombia tiene mejores credenciales que Venezuela, Ecuador y Bolivia. Y el Perú, el consentido de la inversión extranjera en los últimos años, ahora está abocado al escenario incierto de "una elección entre populistas", como la definió The Economist en su último número: Ollanta Humala y Keiko Fujimori hicieron sus campañas, precisamente, contra el modelo económico. Colombia es, hoy por hoy, el socio más confiable entre los países andinos, tanto para las cancillerías como para los empresarios de otras latitudes.
En el resto del continente, los países que tradicionalmente han sido más activos en las relaciones internacionales están en momentos de repliegue temporal. La nueva presidenta de Brasil, Dilma Rousseff, aún no ha demostrado que tiene las mismas condiciones de rock star de la diplomacia que convirtieron a Lula da Silva en un personaje mundial. Más bien, parece más enfocada en asuntos internos como la lucha contra la pobreza y en el plano externo ha dejado claro que no continuará algunas de las audacias de su antecesor, como el acercamiento con Irán. El otro peso pesado de la diplomacia continental, el México de la segunda mitad del siglo XX, está concentrado en una dura cruzada frente a los carteles de la droga que limita su protagonismo externo y que tiene a su presidente, Felipe Calderón, contra las cuerdas.
Detrás de los grandes, en el paquete del medio, tampoco hay países empeñados en grandes proyectos diplomáticos. Chávez, un hombre muy carismático pero ya percibido como radical y anacrónico, está ad portas de la más dura de las campañas electorales que ha enfrentado en sus 11 años de gobierno, en medio de una profunda crisis económica: Venezuela es el país de menor crecimiento y mayor inflación del continente. Argentina está en el dilema de si continúa o no la era Kirchner en manos de su viuda, Cristina. Y el Chile de Sebastián Piñera, después de un cuarto de hora estelar con un manejo impecable del episodio de los mineros, parece haber regresado a la diplomacia tranquila e insular, mucho más económica que política, que su sociedad valora.
Santos ha dado muestras de que le interesa llenar el vacío de liderazgo que se percibe en el continente. Escogió a una canciller con trayectoria y experta, María Ángela Holguín, que ni siquiera estuvo de su lado en la campaña electoral. En sus primeros meses como presidente, sin esperar siquiera a la posesión, le ha dedicado más tiempo que cualquiera de sus antecesores al tema internacional, que le encanta y domina. Estudió en Estados Unidos, vivió en Europa, y se ha movido como pez en el agua en universidades, think tanks y cancillerías de todos los continentes. Su destreza en estos escenarios es tan notoria que en el breve encuentro reciente con Barack Obama en la Casa Blanca este último le dijo en broma: "Usted habla mejor inglés que yo".
Las ambiciones de Santos en materia diplomática están respaldadas por los vientos a favor que empujan la economía colombiana, si se le compara con la del resto del continente. Según las últimas cifras disponibles, Colombia tiene la quinta economía de acuerdo con el tamaño de su PIB, la tercera población y la segunda tasa de crecimiento de la inversión extranjera. Las apuestas le apuntan a una bonanza minera que se hará sentir en los próximos años. Estas realidades han sido registradas por los bancos, que incluyen a Colombia en el grupo de los atractivos países Civets -Colombia, Indonesia, Vietnam, Egipto, Tailandia y Sudáfrica- y por firmas calificadoras que le han regresado el famoso grado de inversión. En este panorama, el viejo anhelo de los colombianos de sacarle provecho a su privilegiada posición geográfica -en todo el centro del continente y con acceso a los dos océanos- podría estar más cerca que antes.
Los cambios en el discurso de presentación de Colombia ante el resto del mundo también han sido bienvenidos. Santos asumió una posición esencialmente pragmática y de real politik en el lugar que ocupó el dogmatismo ideológico de la era Uribe. No divide a sus interlocutores externos entre amigos y enemigos, y se enfoca más en el análisis de los intereses que están en juego. Si Álvaro Uribe se concentró en la búsqueda de aliados para la seguridad democrática y Andrés Pastrana en reunir apoyos para el proceso de paz, la 'doctrina Santos' le apunta a dejar atrás el discurso sobre los problemas tradicionales de Colombia y mostrar las posibilidades de cooperación con otros países. El ejemplo del proyecto con Haití es elocuente, pero también hay aportes en experiencia y entrenamiento a gobiernos, como el de México, que vive momentos tan angustiosos como los que padeció Colombia en el punto más alto de la guerra contra los carteles y contra la guerrilla. A lo anterior se suma que la agenda del actual gobierno, que tiene como prioridad las políticas de reparación a las víctimas y la del retorno de las tierras a los campesinos despojados por los grupos violentos, generan admiración y simpatía en la comunidad internacional.
Los problemas
La gran pregunta es si tanta belleza es suficiente para los anhelos de liderazgo regional de Santos. Porque así como hay condiciones objetivas favorables también hay mucha piedra en el camino. El primer gran obstáculo es que Colombia no ha resuelto sus problemas estructurales y eso dificulta que el país pueda explotar al máximo su potencial internacional. Los golpes a los capos y la reducción de cultivos de coca no significan que el narcotráfico se haya acabado ni que los carteles no sigan operando. Los triunfos de la seguridad democrática no se pueden confundir con el fin de la guerrilla, sobre todo en momentos en que las Farc se están haciendo sentir. La extradición de los jefes paramilitares no significa el fin de paramilitarismo, ahora sembrando terror y ejecutando vendettas bajo el rótulo de bandas criminales. La pobreza no baja y la desigualdad aumenta, y los buenos propósitos para devolverles las tierras a los despojados y para compensar a las víctimas tardarán tiempo en producir frutos, si es que se concretan. A los graves problemas estructurales se agregan otros más recientes frente a los cuales la comunidad internacional -y en especial los inversionistas extranjeros- tiene una sensibilidad especial: el desborde de la corrupción, el atraso en infraestructura y los desastres que ha dejado el invierno. Todos ellos requieren atención y recursos.
Desde el punto de vista político, el énfasis en lo externo cuando hay tantos líos internos puede resultar costoso. Se puede generar el síndrome del presidente viajero y ausente. La semana pasada faltó presencia y claridad sobre la posición del jefe del Estado frente al escándalo por las irregularidades en la cárcel militar de Tolemaida y frente a la impresionante marcha de protesta estudiantil contra la reforma a la educación superior. Sin un equilibrio delicado entre las dos agendas -la de la diplomacia y la de los problemas internos-, los enemigos del gobierno encontrarán oportunidades para aferrarse a un discurso que critique la falta de atención a la gente del común y a los problemas inmediatos. La cultura política colombiana es parroquial y las relaciones internacionales son mejor comprendidas en élites que en las masas.
Hasta ahora, el actual gobierno recibe altas calificaciones por el manejo de las relaciones exteriores y la canciller Holguín se pelea la punta en la evaluación de los ministros. Pero el enfoque pragmático de Santos tiene enemigos, y el más agresivo es el uribismo purasangre. Sus voceros más radicales consideran que tener a Chávez como "mejor amigo" es ingenuo e inmoral, y que la normalización de las relaciones con Venezuela equivale a ignorar que las Farc y el ELN utilizan territorio venezolano como retaguardia.
No por coincidencia, un puñado de columnistas cercanos al gobierno anterior, y el propio expresidente Uribe desde su prolífica cuenta de Twitter, han sido los que más han cuestionado la redefinición de las relaciones con Estados Unidos, los acercamientos a Chávez, la extradición de Makled y las afirmaciones de Santos según las cuales los campamentos que las Farc tenían en territorio venezolano ya no están en las coordenadas que se habían señalado. El pragmatismo de Santos es menos taquillero en las masas y menos eficaz para reunir apoyos que el maniqueísmo nacionalista que Uribe usó en algunos momentos.
¿Cuáles realidades pesan más? ¿Las ventajas que hoy tiene Colombia en la región o las restricciones para elevar el perfil? Santos tiene, sin duda, valiosas oportunidades para consolidar un liderazgo, pero también tiene el lastre de gobernar un país complejo y convulsionado. El éxito o el fracaso de su proyección internacional dependerá, a la larga, de cómo resuelva sus principales problemas internos: y, en este caso, se podrían mencionar tres cruciales: que aprueben el paquete de reformas en el Congreso, que la seguridad no se enrede y que la infraestructura empiece a funcionar. Sobre estos tres pilares internos, y con el viento a favor que sopla en la región para los intereses de Colombia, Juan Manuel Santos podría convertirse en un líder regional.
Tiene el toque de antigüedad y nobleza que hacen de este escudo algo muy original. La corona representa la realeza, el cuervo a Enki y en heráldica esta ave representa a un guardián, un protector y encima este cuervo sostiene una espada con la que va a proteger a los suyos. Los dos leones de Isis, en heráldica representan valor y esfuerzo de los caballeros que han ejecutado alguna atrevida empresa, valiéndose más de la astucia que de la fuerza. En este caso son dos leones rampantes y tenantes que sostienen el escudo cuartelado con los sigils de la Corona, o los símbolos de los seres de mayor jerarquía que poseemos, los Dioses. Al centro figura el símbolo del orígen de la sabiduría hiperbórea. El lambrequín está tirado para atrás y tiene una coloración distinta y polarizada (rojo y azul) y rematamos a esta obra con nuestro grito de guerra que dice: "La decisión de ser un dios es tuya".
Escudo de guerra
El Águila bicéfala representa el dominio de dos lugares, se remonta su uso a las culturas humanas mas antiguas, Sumeria representó con este símbolo el dominio de oriente y occidente. Luego, este símbolo fue tomado por las culturas que le sucedieron y se estandarizó su uso. Ahora nosotros los herederos de la corona, usamos este símbolo para representar nuestra presencia tanto en este plano como en el otro.