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* La descarga solo está disponible para miembros de TDLD que han completado el proceso de membrecía.Pero la necesidad de oro era apremiante,
y los anunnaki se enfrentaban a una difícil decisión: abandonar el
proyecto -cosa que no podían hacer- o intentar conseguir oro de otra
manera: a través de la minería. Pues los anunnaki sabían para entonces
que el oro se podía obtener de forma natural y en abundancia en el AB.ZU
(«El Origen Primitivo»), en el continente africano. (En las lenguas
semitas, que evolucionaron del sumerio, Za-ab -Abzu al revés- sigue
siendo el término empleado para designar al oro hasta el día de hoy).
Sin embargo, había un importante problema. El oro de África había que
extraerlo de las profundidades de la tierra a través de una explotación
minera, y no se podía tomar a la ligera una decisión de largo alcance,
como la que suponía cambiar el sofisticado proceso de tratamiento del
agua por el de una derrengante faena bajo tierra. Está claro que la
nueva empresa iba a precisar de un mayor número de anunnaki, de una
colonia minera en «el lugar de los brillantes filones», de una
ampliación de instalaciones en Mesopotamia y de una flota de cargueros
de mineral (MA.GUR UR.NU AB.ZU -«Barcos para Minerales del Abzu») para
conectarlas ambas. ¿Podría Enki manejarlo todo por sí mismo?
Anu creyó que no podría, y ocho años de
Nibiru después del aterrizaje de Enki -28.800 años terrestres- vino a la
Tierra para ver las cosas por sí mismo. Bajó acompañado por el Heredero
Aparente EN.LIL («Señor del Mando»), de quien Anu pensó que podría
hacerse cargo de la misión en la Tierra y organizar los envíos de oro
hacia Nibiru.
Quizás fuera necesaria la elección de
Enlil para la misión, pero también debió ser una decisión angustiosa,
pues iba a agudizar la rivalidad y los celos entre los dos hermanastros,
dado que Enki era el hijo primogénito que Anu había tenido con Id, una
de sus seis concubinas, y hubiera sido de esperar que sucediera a Anu en
el trono de Nibiru. Pero después -al igual que en el relato bíblico de
Abra-ham, su concubina Agar y su hermanastra y esposa Sara-, la
hermanastra y esposa de Anu, Antum le dio un hijo, Enlil; y, según las
leyes de sucesión nibiruanas -fielmente adoptadas por el patriarca
bíblico-, Enlil se convirtió en el heredero legal en lugar de Enki. ¡Y
ahora aquel rival, aquél que le había robado a Enki su derecho de
nacimiento, venía a la Tierra para tomar el mando!
No se puede recalcar suficientemente la
importancia del linaje y la genealogía en las Guerras de los Dioses, en
las luchas por la sucesión y la supremacía tanto en Nibiru como,
posteriormente, en la Tierra.
Ciertamente, a medida que desenmarañamos
la desconcertante insistencia y ferocidad de las guerras de los dioses,
intentando encajarlas en el entramado de la historia y la prehistoria
-una tarea nunca antes afrontada-, va quedando claro que estas guerras
tuvieron su origen en un código de conducta sexual basada no en la
moralidad, sino en consideraciones de pureza genética. En el núcleo de
estas guerras, subyace una intrincada genealogía que determinaba la
jerarquía y la sucesión; y los actos sexuales no se juzgaban por su
ternura o su violencia, sino por su propósito y sus resultados.
Existe un relato sumerio en donde Enlil,
comandante en jefe de los anunnaki, se encapricha de una joven niñera a
la que ve nadando desnuda en el río. La persuade para que salga a
navegar con él y le hace el amor en contra de sus protestas («mi vulva
es pequeña, no sabe de relaciones sexuales»). A pesar de su rango, Enlil
es arrestado por «los cincuenta dioses superiores» cuando vuelve a su
ciudad, Nippur, y «los siete anunnaki que juzgan» lo encuentran culpable
de violación, sentenciándole al exilio en el Abzu. (Se le perdonó al
casarse con la joven diosa, que le había seguido al exilio.)
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